Era un juego sencillo: Nos contábamos nuestra vida de manera indirecta hasta encontrar coincidencias. Y, sorprendemente, había muchas.
Pero las reglas no decían quién era el ganador. Y el problema era que ninguno de los dos sabía las reglas. Ni que estábamos jugando.
¿Cuándo se acababa? ¿Cuándo teníamos que parar?
Cuando uno de los dos perdiera. Claro.
Cuando uno de los dos perdiera. Claro.
Pero... ¿Y cuándo perdía?
Claro. Cuando uno sufría por culpa del otro.
¿Y entonces?
Fin. Se acabó la partida.
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