“Ésa soy yo. Una tonta adolescente que no busca su sitio en el mundo porque ya lo ha encontrado junto a un papel en blanco y una historia sin contar”.

martes, 3 de junio de 2014

Hoy hace cuatro años perdí cuanto tenía

Hoy hace cuatro años que perdí lo que tenía. Hoy hace cuatro años que comprendí cómo era la vida. Hoy hace cuatro años que tuve que olvidar todo lo que sabía sobre cómo se vivía. Porque ya nada iba a ser igual. Ya no habría nadie todos los viernes esperándome con una sonrisa, la cena caliente, la mesa puesta y el abrazo preparado. Ya no habría nadie con quien sentarme en el sofá a tomar un helado de corte después de llegar a casa por la noche. Ya no saldría a cenar a la terraza para tomar el fresco. Ya no tendría que acompañar a nadie al caño a por agua. No habría nadie que me regañese por saltar en esa casa, también porque cuando voy allí ahora lo que menos me apetece es saltar. Tampoco habría nadie que enseñase a coser con ese maldito dedal que siempre se salía de mi dedo.
Y es que esas cinco palabras que pronunció mi padre en aquella gasolinera con azulejos amarillos cambiaron mi vida, me cambiaron a mí. Recuerdo todo de ese día y aún así no entiendo nada. No sé cómo pasó todo y tampoco estoy segura de querer saberlo. Recuerdo haber llorado hasta quedarme dormida. Recuerdo despertarme y no saber qué hacía allí con la cara llena de lágrimas. Y entonces me acordé de qué había pasado y volví a derrumbarme. Me levanté para recorrerme la casa, esa casa que para mí había sido escenario de tanta felicidad y que ahora era una pesadilla. La falda que me estaba arreglado estaba ahí, intacta, tal y como ella la había dejado, hilvanada y sobre la mesa de la máquina de coser. Tenía el estómago vacío pero no tenía hambre ni ganas de comer. Sólo quería llorar y volver a dormir. Llorar para intentar sacar todo ese dolor que tenía dentro. Dormir para escapar de aquella pesadilla. Me planteé seriamente la posibilidad de que fuera un sueño pero me di cuenta de que ni en mis sueños más realistas podría haber sentido tanta desesperación, impotencia y dolor.
Nunca he llegado a asumir del todo que no la volvería a ver. Que no me iba a volver a dar sus agobiantes infinitos besos. Que no me iba a volver a hacer caramelo de azúcar quemada. Que cuando me pusiese mala, no iba a darme la asquerosa Amoxicilina mezclada con zumo de naranja en vez de agua y mucho, mucho azúcar porque “Encima de que estás malita, mi niña, quieren matármela del asco con este sabor. Ya podían esforzarse en hacerlo un poco más agradable”. Ni que nadie se despertaría de madrugada para arroparme y que no pasase frío o por si por algún casual me había entrado sed y tenía que llevarme un vaso de agua.
Hace cuatro años, me convertí en quien soy. Hace cuatro años, maduré de golpe. Porque, sí, era madura para mi edad pero maduramos con los daños y no con los años. Hace cuatro que aprendí qué era el dolor mental. Hace cuatro años supe qué era perder a alguien realmente importante para ti.
Hoy hace cuatro años que te perdí pero, aunque no te llore como antes, te echo de menos como el primer día.

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