Estaba sentada en una acera de mi pueblo. Esperaba a que
llegasen mis amigas. No me importa esperar sola, es más, incluso puede llegar a
gustarme. Así tengo tiempo de estar a solas con mis pensamientos y los dejo
vagar libremente. Me entretenía mirando a mi alrededor aunque, en realidad, mis
pensamientos se encontraban lejos de allí. De pronto, mi campo de visión fue
invadido. Por la acera de enfrente, pasaban una mujer mayor junto con su
nieta. Conocía a las dos pero no sus
nombres. Soy penosa para eso. Me limité a sonreírles a las dos. La mujer me
devolvió una entrañable sonrisa. Seguro que ella conocía mi nombre, mi edad, de
quién era hija, quiénes eran mis abuelos, quiénes mis tatarabuelos, incluso el
mes en que nací.
Siguieron caminando. La mujer le iba contando algo a la
niña, la cual tendría alrededor de unos ocho años y cara de aburrimiento. "Mala
edad" pensé. Es esa edad en la que pasar tiempo con tu familia comienza a
aburrirte, cuando las cosas que te cuentan dejan de interesante sólo porque te
las contaron ellos. Es cuando empiezas a no valorar lo que tienes y a querer lo
que no tienes.
De pronto, me entró una gran angustia. Sentí la necesidad de
salir corriendo, golpear algo. Algo me oprimía el estómago y el alma entero. Quería
levantarme y gritarle a la niña que aprovechase esos momentos, que no fuese
estúpida, que valorase la suerte que tenía de poder estar paseando con su
abuela, que la tratase bien y la dijese todo lo que la quería porque un día se
arrepentiría de no haberlo hecho. Quería decirla que un día se acordaría de
aquellas tardes de verano juntas y, por muy raro que la pareciese ahora, las
echaría de menos.
Pero no lo hice. No me levanté del suelo. No salí corriendo
tras la niña diciéndole lo que debía hacer. Me quedé allí sentada viéndolas
pasar. “Lástima que la juventud se desperdicie en los jóvenes” pensé. Era una
frase de una célebre autora. Ahora, comprendía su significado y me sentía
demasiado identificada.