“Ésa soy yo. Una tonta adolescente que no busca su sitio en el mundo porque ya lo ha encontrado junto a un papel en blanco y una historia sin contar”.

lunes, 30 de septiembre de 2013

"Lástima que la juventud se desperdicie en los jóvenes"

Estaba sentada en una acera de mi pueblo. Esperaba a que llegasen mis amigas. No me importa esperar sola, es más, incluso puede llegar a gustarme. Así tengo tiempo de estar a solas con mis pensamientos y los dejo vagar libremente. Me entretenía mirando a mi alrededor aunque, en realidad, mis pensamientos se encontraban lejos de allí. De pronto, mi campo de visión fue invadido. Por la acera de enfrente, pasaban una mujer mayor junto con su nieta.  Conocía a las dos pero no sus nombres. Soy penosa para eso. Me limité a sonreírles a las dos. La mujer me devolvió una entrañable sonrisa. Seguro que ella conocía mi nombre, mi edad, de quién era hija, quiénes eran mis abuelos, quiénes mis tatarabuelos, incluso el mes en que nací.
Siguieron caminando. La mujer le iba contando algo a la niña, la cual tendría alrededor de unos ocho años y cara de aburrimiento. "Mala edad" pensé. Es esa edad en la que pasar tiempo con tu familia comienza a aburrirte, cuando las cosas que te cuentan dejan de interesante sólo porque te las contaron ellos. Es cuando empiezas a no valorar lo que tienes y a querer lo que no tienes.
De pronto, me entró una gran angustia. Sentí la necesidad de salir corriendo, golpear algo. Algo me oprimía el estómago y el alma entero. Quería levantarme y gritarle a la niña que aprovechase esos momentos, que no fuese estúpida, que valorase la suerte que tenía de poder estar paseando con su abuela, que la tratase bien y la dijese todo lo que la quería porque un día se arrepentiría de no haberlo hecho. Quería decirla que un día se acordaría de aquellas tardes de verano juntas y, por muy raro que la pareciese ahora, las echaría de menos.

Pero no lo hice. No me levanté del suelo. No salí corriendo tras la niña diciéndole lo que debía hacer. Me quedé allí sentada viéndolas pasar. “Lástima que la juventud se desperdicie en los jóvenes” pensé. Era una frase de una célebre autora. Ahora, comprendía su significado y me sentía demasiado identificada.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Hay pasiones que dejamos olvidadas

Yo, hace un par de años, iba al conservatorio. Tocaba la viola, un instrumento desconocido para la mayoría de la gente ajena al mundillo de la música. Me gustaba. Me sentía bien tocando pero pronto me harté.
No me harté de mi instrumento. No. Me harté de que mis profesores mi recordasen constantemente que yo no valía para la música. "No sabes entonar" "Ese fa no es sostenido. Estoy harto de que falles en lo mismo" "No estás hecha para la música, Vega". Soy fría, sí, pero aunque parezca implacable, el hecho de que estos comentarios se repitiesen día sí y día también, acabó pudiendo conmigo. Abandoné. Lo dejé.
A veces, cuando estaba muy estresada, desenfundaba mi viola y tocaba algo. Algo improvisado, nada de mis viejos libros. Lo cierto es que me hacía sentir a gusto. Era como si a través de mi arco acariciando las cuerdas de mi viola fuese capaz de transmitir mis sentimientos, incluso liberar todo lo que llevaba dentro. Era como si consiguiese transportarme a un mundo paralelo, lejos de preocupaciones. La fuerza que mi arco ejercía sobre las cuerdas, el agitados movimiento de mis brazos y mis dedos, todo ello hacían que la tensión del día desapareciesen. Pero esa particular manía de tocar cuando me sentía agobiada se desvaneció. La abandoné como había abandonado el conservatorio. No toqué la viola durante un año entero.
Pero llegó una persona que consiguió recordarme por qué me gustaba la música, por qué me había apuntado al conservatorio y, sobretodo, consiguió que volviese a tocar. Llegó una persona que, en vez de decirme que lo dejase, que no servía para la música, me dio un empujoncito para que lo volviese a intentar. Me prestó su apoyo.
No consiguió que me apuntase de nuevo a clases pero es que eso era imposible, pero consiguió algo mucho más importante: que volviese a sentir por la música esa pasión que un día pude llegar a sentir.


martes, 3 de septiembre de 2013

Verano para recordar

Echaré de menos las eternas tardes en la piscina. El estar seca en la toalla y que alguien venga y se tumbe encima mío y me moje. El hablar con el socorrista sobre boberías. 
Echaré de menos ese "A las diez en el wifi, ¿no?" y que yo salga de casa a las diez y veinte y estén todos esperándome.
Que echaré de menos los repentes de Alba de gritar de pronto "¡Veguuiiiitaaaaa!, ¿queee taaaal?" 
Echaré de menos pegar a Marcos. 

Nuestros paseos en bici. 
Las merendolas improvisadas.
Cantar a voz en grito la estrofa de "Déjalo ya" de Barco a Venus
Subir a la panera por la noche y tumbarnos todos juntos a ver las estrellas.
Echaré de menos gritarles "¡¡Una estrella fugaz!! ¡¡Pedid un deseo que lo pido por vosotros!!"
Echaré de menos nuestros agotadores partidos de fútbol. O salir a "correr" con mis chicas.
Echaré de menos nuestras incursiones secretas nocturnas.
Hasta las sesiones fotográficas echaré de menos.
Echaré de menos el meternos con las canciones chonis de Paula.
Enseñar a los chicos a bailar pasodobles y vals. Sí, eso también lo echaré de menos. Incluso las aguadillas en la piscina. Esas también.
En resumen, los echaré de menos a ellos.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Viejos lugares, nuevos sentimientos

Voy a la habitación de mis padres. Dejo mi maleta. Pienso en la cantidad de veranos que dormí ahí. Me giro y me encuentro de frente al armario. Según acerco la mano a su pomo vienen a mí los recuerdos de cuando iba allí en invierno en busca de mi pijama. Aferro el pomo de la puerta del armario y tiro. El pomo se queda en mi.mano mientras mi cerebro me recuerda que siempre estuvo roto. 'Hace demasiado que no piso por aquí' pienso. Salgo de la habitación. Cruzo el salón y el pasillo, ambos a oscuras, y entro al cuarto de baño. Apoyo las manos en el lavabo y me miro en el espejo. Pero estoy mirando sin observar. Mi mente no está allí. Mi mente está en el pasado. En los muchos momentos que había pasado allí. Instintivamente, alargo la mano hasta el vaso de los cepillos de dientes buscando a tientas el mío sin éxito alguno. Miro el vaso y me doy cuenta de que está completamente vacío. "Idiota" pienso "¿Qué va a pintar AHORA tu cepillo ahí?" Miro otra vez al espejo. Mi reflejo está ahí. Hay una chica rubia, bajita y de ojos claros con una mirada de confusión y dolor que me devuelve la mirada. Los estantes de alrededor del espejo están vacíos. Apenas un par de botes de colonia. Recuerdo el día que rompí al menos tres botes de perfumes de mi abuela de golpe. El efecto dominó y mi estado propenso a romper cosas. Salgo del baño y entro a la cocina. A mano derecha tengo dos interruptores. Como movida por mi instinto, pulso el más cercano a mí. Correcto. Las luces de la cocina se encienden con su épico parpadeo. Noto los ojos secos. Las lágrimas no tardarán en llegar. La garganta también está seca ahora. Avanzo hasta la encimera de la cocina y, levantando el brazo por encima de mi cabeza, abro el armario de la pared. Por costumbre, me pongo de puntillas para coger el vaso pero me doy cuenta de que ya no lo necesito. Sonrió. Pero no es una sonrisa de felicidad. Es una sonrisa irónica. Hace demasiado tiempo desde la última vez que hice ese gesto de coger el vaso. Lo suficiente para que note que he crecido. Demasiado tiempo repito. Con estos pensamientos en mi cabeza, me acerco a la puerta de la terraza. Recuerdo cuando cenábamos los cuatro ahí fuera: Yaya, yayo, mi hermano y yo. Cuando ellos dos todavía estaban bien. Ahora estoy en la terraza. Miro al cielo y contemplo las estrellas. Que pasase una estrella fugaz sería demasiada coincidencia, demasiado pedir. Pero, en caso de que así fuese, no tendría que pensar en mi deseo. Recuerdo el último verano que pasé con ella, esa lluvia de estrellas tan especial juntas, los helados que nos tomábamos cuando yo volvía a casa, esos paseos nocturnos. Todo era perfecto. Vuelvo a la cocina. Dejo el vaso en la mesa, no sin pensar que está más baja que hace un par de años. Salgo de la cocina. Alargo el brazo y pulso los dos interruptores que hay en la pared. Incorrecto. Podía pasarme meses y meses seguidos en esa casa que siempre cometería el mismo fallo al salir de la cocina. Me giro. La luz de la cocina se ha apagado. Miro a través de la puerta de la terraza. La luz de fuera se ha encendido. Vuelvo a mostrar mi sonrisa irónica y, pulsando de nuevo uno de los interruptores, pienso que hay cosas que ni el tiempo logra que olvidemos.